Este mes de Marzo, la colaboración de nuestra sección “Poco a poco….” nos llega de la mano de un compañero costalero de tercera: Julio Alberto Astolfi Aragón.
Tengo que confesar mi emoción al leer el escrito que ha salido de la mano de Astolfi, porque a la vez de estar repleto de emociones, llega a identificar al lector con el escrito con una brillantez exquisita.
Las cuaresmas de Astolfi nos ubican a todos, tanto en el tiempo litúrgico en el que nos encontramos, como en el lugar que Dios ha tenido a bien situarnos, nuestra querida Sevilla.
Nacido hace 31 años, y siendo las manos de su abuelo, el Dr. Norberto Aragón, las primeras que sintió en su piel, nuestro compañero creció y vivió hasta hace tres años en Los Remedios, desplazando su residencia actualmente al sevillano pueblo de Espartinas.
Pertenece a nuestra Hermandad de Montserrat desde que contaba 3 años de edad, y ha formado parte de su cortejo procesional con varita, cirio, penitente y desde hace 12 años con faja y costal, gracias a la oportunidad que le dió nuestro querido amigo y capataz, por aquel entonces, José Ramón Rodríguez Gautier, al que Julio le guarda un enorme cariño y respeto.
Julio está felizmente casado con una barcelonesa que ha trasladado su residencia y, parte de sus emociones a nuestra Sevilla, ya que ha sabido captar y vivir con intensidad nuestro sentir como cofrades.
Entre las vivencias que ha vivido durante su pertenencia a nuestra cuadrilla, Astolfi se queda con la amistad que ha forjado con sus compañeros de cuadrilla, particularmente con Pablo y Parra, razón por la que he elegido la fotografía que encabeza su artículo, en la que Julio se encuentra flanqueado por sus dos grandes amigos y compañeros “de abajo”.
Sin más preámbulos, os dejo con la elegancia y la emoción del escrito de nuestro compañero. Seguro que no os dejará indiferentes.
José Vargas SpínolaLAS CUARESMAS DE MI MADRE
Amigos, compañeros, costaleros todos:
Para mí es un auténtico placer, a la vez que una gustosa responsabilidad, el comunicarme con vosotros desde nuestro pequeño rincón del mundo, esta ventana que la informática nos abre para estar todo el año “enganchado” a nuestra particular droga.
Cuando recibí el encargo de nuestro querido capataz de realizar este pequeño artículo, me indicó que el tema era libre y que podía escribir de lo que quisiera. Y, aunque no quiero hacer una autobiografía cofrade, sí que me gustaría hablaros de temas cofrades, ya que, por estas fechas, nos estáis dispuestos a leer otra cosa que no sea un programa de Semana Santa, escuchar una buena marcha de cornetas u oler el azahar que, poco a poco, ya nos va indicando que la gloria está cada vez más cerca.
Como para todos, para mí, una madre es una madre, pero la mía vivía las cuaresmas más particulares, dulces e intensas que se pueden vivir. De ellas he aprendido a vivir y disfrutar día a día de los míos .
Mis recuerdos cofrades siempre parten de mi querida hermandad de Montserrat, de la que soy hermano por excelente estirpe familiar desde hace ya 28 de mis 31 años. Desde esos días, he ido mamando un sentimiento cofrade de mis padres que aún hoy me enseñan cosas nuevas cada año.
Pero aquellas cuaresmas de mi madre, esas son inolvidables.
Para mí la cuaresma siempre ha empezado con la llegada del papel de estraza a casa y la pelea de Nena con la túnica del niño que, de cera hasta las orejas, suponía un reto imposible para todos menos para ella. En mi casa, antes que el olor a azahar de cada primavera, ya olía a tela de loneta y almidón de plancha y allí, aguantando la percha con la túnica en mitad del pasillo, me encontraba yo mientras ella planchaba la cola más perfecta de toda la cofradía.
Las cuaresmas de mi casa eran toda intensidad: como uno se despistase un instante, no sabía ya de donde venía esa humareda que inundaba cada rincón de nuestro hogar y cuyo olor a incienso te trasladaba del salón de una casa a mediados de febrero a la mismísima calle Francos cualquier día de nuestra semana. El talibán del incienso siempre ha sido mi padre y es algo que, gustosamente, he heredado, subido de nivel y he hecho que sea el azote de mi mujer, catalana de nacimiento y convicción pero sevillana de sentimientos.
Con el incienso flotando por el aire desde el día 1 al 40, se mezclaban los sones de aquellos vinilos primero, los casetes después y, últimamente, ya los C.D, que al son de Amargura o Madrugá transportaban a mi madre a donde ella quisiera y como ella quisiera, ya que, a cada son de cada marcha, explicaba de forma pormenorizada el movimiento de cada varal, de cada bambalina, el cimbreo de unas caídas de palio o el avance señorial de los dorados de los barcos de nuestra semana santa.
Entre conciertos de bandas, ensayos de cornetas y túnicas de Montserrat y de las Penas de San Vicente adornando nuestro salón, iban pasando cada uno de los días de una previa que pocos queríamos que pasase pero que, a la vez, estábamos deseando abandonar.
Para mí, aquellas cuaresmas me traían paz, felicidad y muchísimas vivencias. Buscábamos por cada rincón de Sevilla el sonido de una corneta entrenando, guardábamos la mítica cola de los capirotes de la calle Alcaicería, batíamos cada año el récord de rapidez en la cola de las papeletas de sitio en nuestra vieja capilla, nos batíamos el cobre para ver quién era el primero en traer El Llamador a casa y los fines de semana no se dejaban de escuchar marchas ni tan siquiera a la hora de comer.
Todo ello nos hacía navegar hacia el Domingo de Ramos con fe, con amor, con sueños y esperanzas y con el nerviosismo de las noches del 5 de Enero.
Pero antes que las capas blancas de la Paz abriesen el fragor de una semana dulcemente agotadora, mi madre y yo nos metíamos a reposteros cada Viernes de Dolores. Tras llamar y felicitar a sus Lolas, y conseguir escaparse un ratito antes de la oficina, mi madre y yo pasamos la tarde mezclando el son de una marcha a todo volumen con el soniquete del aceite en un perol y uniendo el olor a incienso con el ajonjolí, el anís y la miel de las torrijas y los pestiños caseros que nos indicaban que la espera se acababa y que los sueños están a la vuelta de la esquina, entre adoquines y cielos celestes de nuestra Sevilla.
Las tardes de dolores sólo nos faltaba asaltar la Iglesia de San Sebastián y exigirle celeridad al reloj del tiempo para que los milagros de cada año se volvieran a cumplir y nuestras piernas empezasen a sentir el bendito cansancio de una semana en la gloria.
Y a la gloria llegábamos y la gloria nos emborrachaba de sentimientos hora a hora y minuto a minuto. Es difícil no emocionarse viendo como ella siente cada revirá, cada son del tambor, como te enseña una vivencia por cada calle que pasas, como paraba a cada costalero para alimentar mi sueño de niño, como te hace vencer cada día al cansancio con el reto de que hay que disfrutar de aquello que, durante cuarenta días y cuarenta noches, nos ha llevado a rozar el cielo y hoy nos permite tocarlo de lleno. Y al volver a casa, con el recuerdo de cada saeta y el análisis de cada detalle disfrutábamos de una mesa con torrijas, pestiños y ese arroz con leche que sólo mi padre hace.
Entre tanto, el aroma del café que mi tío se tomaba cada Lunes Santo mientras se ceñía su túnica de las Penas en el salón de casa, nos hacía esperar con más ganas nuestro día grande y nos brindaba otro momento de los que te forjan como persona y llenan como cofrade. Y así, siempre así y no queriendo que fuese de otra forma, iba pasando nuestra semana en la gloria.
El culmen, naturalmente, llegaba cada Viernes Santo. Ese día era día de reyes. No importaba el cansancio de la Madrugá, que no evitaba que, desde muy temprano, me levantara como un resorte para ser el primero en ver el color del cielo y comprobar, año tras año, que mi madre me había vuelto a ganar y ya sabía latín antes que yo dijese ni tan siquiera la letra A. Aquellas tardes, frenéticas y bellas, son las que han hecho de mí el cofrade que hoy soy y son las que me han enseñado que el ser persona es sencillo pero el ser buena persona hay que trabajarlo a diario.
El ritual de la túnica primero, y de la ropa de costalero después, se fue repitiendo año a año con las lágrimas de emoción que, cada Viernes Santo, mi madre ni podía ni quería evitar. Aquella cola blanca añil, de plancha perfecta y forma única me decían que eso era amor de una madre, que tanta dedicación y cariño sólo se encuentra en los rincones que sólo una madre sabe que existen.
Tras el paseíto a la capilla con mi padre (eso es sólo cosa nuestra), para mi madre llegaba su momento del año: esperando en Cristo del Calvario, y otra vez en San Pablo, y nuevamente en Alemanes, García de Vinuesa y Molviedro se plantaba cara a cara con nuestro cristo y se situaba en el punto exacto en donde ella dice que su cristo le mira a la cara para perdonarle cada año sus banales malicias y darle fuerzas para superar lo malo, aprender de lo bueno y enseñarnos lo mejor. Cada Viernes Santo, mi madre volvía a casa orgullosa de haber hablado con nuestro Conversión, orgullosa de haberse cruzado la mirada con él y con los ojos empañados de agua de azahar de primavera por saber que la gloria se nos va.
Hace algunos años ya, mi madre me dijo que el alumno había superado al maestro, pero, seguro, que sólo a nivel teórico porque, por muchos concursos cofrade que yo ganase, por muchas enciclopedias que estudiase, por muchas marchas que aprendiese o pregones que leyese, nunca me quedará una túnica como aquellas, nunca un pestiño tendrá ese sabor añejo y nunca mis manos reconfortarán una cerviz tanto como lo hacían las suyas al final de cada ensayo y cada Sábado Santo.
Un mal día de Enero de 2008, el Cristo de la Conversión llamó a mi madre a su regazo y, desde entonces, las cuaresmas ya no son las mismas. A mis ensayos les falta el reconocimiento de ella, la marcha Madrugá ya no suena igual, el incienso no hace tanto humo, los lirios de la Carretería de mi amigo Merino ya no tienen dueña y los Viernes Santo echan de menos la figura de esa morena correteando por la cofradía de los blancos y azules.
Cada cuaresma es menos intensa, tienen aires de melancolía, el azahar amarillea más rápido, no tiene ya tanto mérito hacerse con El Llamador y los Lunes Santos ya no huelen a café. Pero eso sí, en cada esquina y en cada rincón de los adoquines, se respira el aroma de los recuerdos y enseñanzas que siempre tendré de ella.
Desde entonces, cada Viernes Santo procuro entrar sólo a la capilla un buen rato antes de salir, y buscar el punto donde nuestro Cristo miraba a los ojos de mi madre para pedirle, no por ella, sino para decirle a él que se deje cuidar por mi madre, que seguro que ella es la dueña de aquello. Ahora brinda sus cuaresmas a su señor y su virgen disfruta con ella como todos hemos disfrutado siempre y yo brindo cada chicotá a cada uno de sus besos, que cofrades uno y de madre otros, tanto bueno me han dado.
Añoranzas de cuaresmas mejores que han ido forjando en mí un espíritu cofrade y cristiano inquebrantable y un orgullo de sentimiento regado de sevillanía que quisiera transmitir, primero y de momento, a Marco y Julia, los dos nuevos “montserratinos” que mi hermana y cuñado han tenido a bien traernos a este loco mundo.
Ya lo dijo alguna vez Antonio Burgos: “quedan cuarenta días y cuarenta noches, pero ¡qué cuarenta días y cuarenta noches!”. Amigos, disfrutemos de esta previa, que la gloria nos acecha.
Sirva este artículo como homenaje a todas aquellas sufridoras madres de costaleros que cada cuaresma nos ven los cuellos hinchados pero nuestras sonrisas henchidas de pasión.
Y tú, allá donde estás, dile que cierren el grifo este año, que el año pasado ya tuvimos bastante. Un beso Nena…de tu costalero.
Julio A. Astolfi Aragón
No hay comentarios:
Publicar un comentario